«En la noche de los tiempos, el hombre jugaba con las sombras, y aguardaba.
Aguardaba la aparición de la imagen cinematográfica que iba a permitirle capturar el tiempo, detenerlo, fijarlo, prolongarlo, vencerlo.»
Henri Langlois, 1955
De eso que llamamos tiempo, lo que se me aparece siempre con una mayor claridad es su latido; es decir, esa huella que se inscribe como una herida en la materia viva, en el rostro de las gentes y en la piel de las cosas.
Sin embargo, hoy en día vivimos tan pendientes del reloj y el calendario que acostumbramos a confundir los distintos significados del tiempo con su medida objetiva, utópicamente homogeneizada por la idea del Progreso, que ha sido capaz de transformarlo en mercancía abstracta. De ahí que el hombre contemporáneo, habitante de 1os grandes núcleos de población, incluso en sus ratos de ocio sea radicalmente pobre de tiempo; y que además, cuando los otros dejan de administrárselo, no sepa qué hacer con su inmensidad.
Para paliar esta suerte de desazón, hemos construido un tiempo cronológico que se ha convertido en nuestra única morada. No es el nuestro un tiempo cualitativo sino cuantitativo, abstracto, expropiado. O lo que es igual: el de la idea encarnada, el de la ciencia y la técnica, imperturbable, lineal, externo. La consecuencia de todo ello es nuestra incapacidad actual para redescubrir el tiempo. Sólo una convergencia entre ciencia, arte y vida podría acaso devolvernos a nuestros orígenes perdidos. Porque ¿dónde el tiempo se inscribe de verdad? Ni en el calendario ni en el reloj, sino en todo aquello que respira en la tierra.
Los artistas en general, y los pintores en particular -tal como se han manifestado desde Altamira y Lascaux hasta hoy-, intentan captar y hacer oír ese latido primordial. Es más, empujados par la necesidad que siempre han experimentado de superar el tiempo mediante la perennidad de la forma, no sólo tratan de capturarlo, sino también de fijarlo para siempre. Fijarlo con aquella nitidez y frescura que James Joyce atribuía al don epifánico: ese instante irrepetible donde lo inadvertido de las cosas se nos aparece par vez primera, capaz de condensar el tiempo entero y hacer sólida la noción de absoluto. Sólo entonces nos sería dado quizás contemplar las cuatro alas que la imagen de Cronos mostraba en algunas de sus representaciones: dos alas extendidas, como si fuese a volar; y dos alas plegadas, como si permaneciera quieto. Transcurso y éxtasis, dualismo del tiempo que solamente logramos trascender cuando de la mano del artista remontamos su curso hasta llegar al origen, descubriendo así que todo sucedía alrededor de un sueño, el de nuestra «vida anterior».
Un pequeño ejemplo: en las imágenes de mi película “El sol del membrillo”, que rodé en el otoño de 1990, aparecen fechados en sobreimpresión los días y los meses del año en que tuvo lugar el acontecimiento real del que ofrece testimonio. A la vez, grabadas en su banda sonora, se escuchan algunas de las noticias que el mundo arrojó a las ondas de la radio en esas jornadas, y que hoy se nos antojan casi remotas, abismadas por el paso del tiempo.
No sucede así con la actividad de su protagonista, el pintor Antonio López. Detrás de su esfuerzo cotidiano al pintar el membrillero que ha plantado en su jardín, se percibe -esa ha sido siempre mi esperanza- el signo de una temporalidad distinta, esencial. La que se inscribe simultáneamente en la piel de los membrillos y en el rostro del pintor, la que parece desprenderse de la íntima seducción de unos frutos dorados que, al compás del viento que mece las ramas del pequeño árbol, parecen susurrarnos su trágico secreto: Somos el fruto de la vida, de la vida que viene y se va, que viene y se va…