El Cine en el espejo de la Pintura
Curso dedicado a la exploración de las relaciones que el cine, desde sus orígenes, ha mantenido con la pintura. A lo largo del mismo, con la ayuda de proyecciones, se pondrán en relación pintores y cineastas, cuadros y películas.
Conviene, de entrada, hacer una precisión acaso un poco superflua: solamente en cuanto arte las películas evocan la pintura, pero, bien entendido, siempre como arte autónomo, es decir, cinematográfico. Este hecho determina que la relación a destacar consista menos en una semejanza entre cuadros y películas que en un parentesco: a veces lejano y que quiere ser obviado; y a veces, por el contrario, que busca hacerse patente.
Toda organización de formas en el interior de una superficie plana, delimitada, deriva del arte pictórico. En cierto modo, la evolución del cine, a partir del momento en que este alcanza la categoría de lenguaje artístico, no adquiere su pleno sentido si se la separa de la pintura. De ahí que sea necesario estimar el lugar que el uno ocupa al lado de la otra en la historia de las formas visuales de representación, a la cual aportan unas experiencias marcadas por una misma necesidad ontológica: fijar las apariencias de la realidad para así liberarlas del carácter inexorable del tiempo.
Los pintores y los cineastas no han dejado de observarse, quizás porque han tenido más de un sueño en común -entre otros, capturar la luz-, pero, sobre todo, porque, como señaló André Bazin, su trabajo ha obedecido originalmente a un mismo impulso mítico: la necesidad de superar el tiempo mediante la perennidad de la forma; el deseo, totalmente psicológico, de reemplazar el mundo exterior por su doble.
La historia de las relaciones entre el cine y la pintura no posee un matiz único. Que tradicionalmente haya sido entendida en términos de dependencia es algo bastante lógico. De dependencia, en primer lugar, del cine respecto de la pintura, ya que se trata de un arte que simplemente ha llegado después, tardío en cierto modo, y de naturaleza impura, al decir de los expertos.
A la vista de este último rasgo, no resulta raro que el cine se dedicara a la búsqueda simultánea de una filiación en la literatura, la música, el teatro y, naturalmente, en la pintura, a la que utilizó como referencia -en la definición de la luz, la composición y la escenografia- a la hora de crear su propio vocabulario. Pero ésto no fue todo. A partir de un determinado momento, este invento de barraca de feria, intentando superar un cierto complejo, buscó igualmente en la pintura una manera de ennoblecer socialmente sus oscuros orígenes. Semejante impulso propició un frecuente uso de la cita pictórica dentro de las peliculas, convertida muchas veces en una nociva nostalgia, en un recurso regresivo y gratuito, que ha llegado hasta nuestros días.
A pesar de que hayan constituído durante toda una época el objetivo preferido de crítica e historiadores, no es la clase de relaciones entre el cine y la pintura que acabo someramente de describir, establecidas en la superficie, es decir, en el terreno de las apariencias plásticas, las que resultan a la postre esenciales. Mucho más importantes me parecen otras, de carácter subterráneo, presentes desde los origenes, pero que han aparecido a medida que el cine, al par que se hacia adulto, se ha ido definiendo como medio de conocimiento, interrogándose sobre los limites de sus prácticas, y asumiendo los caracteres de una determinada modernidad.
Es a raíz de esta evolución, que puede situarse al comienzo de los años cincuenta, cuando la pintura ayudó al cine a liberarse de los artificios literarios y teatrales heredados desde su nacimiento, salvándolo de las fórmulas narrativas y las convenciones dramáticas presentes en los guiones que la industria le ha impuesto tradicionalmente. Su función más importante fue esa, sin duda alguna: la de actuar como una especie de decapante capaz de limpiar al cine de todos los barnices de lo ornamental y lo superfluo, de todas las figuras ordinarias de la seducción. De este género de modernidad hoy queda poco. Lo que permanece, se halla sobre todo en las películas de los cineastas que, por lo general, trabajan de forma independiente, en los márgenes de la industria.
Ciento veinte años después de su aparición, sometido al imperio de la imagen electrónica, convertido socialmente -como predijo Louis Lumière- en un invento sin porvenir, es al cine a quien le toca vivir la misma pasión que en su día consumió a la pintura. Hablo, naturalmente, del cine de ahora, el que ya no es algo en sí mismo, como lo fue durante muchos años, desde sus orígenes, sino que se nos aparece como un apéndice más de lo que se ha dado en llamar el Audiovisual: una persona que ha dejado de ser independiente, que lleva una existencia vicaria, y cuyo domicilio social más conocido está en la televisión; una forma de arte -la última quizá de nuestra historia- que, por lo que a su contemplación mayoritaria se refiere, cada vez ocupa menos la sala oscura, su lugar de nacimiento.
Es justo a partir de su nueva situación en el mundo, al experimentarse como pérdida y adquirir por vez primera conciencia de la propia caducidad, cuando se diría que el cine reencuentra definitivamente a la pintura. En cualquier caso, no hay duda de que hoy ambos transitan por más de un territorio común, compartiendo parecidas frustraciones y esperanzas. Porque en un momento como el presente, en el cual la inflación audiovisual ha llegado a extremos inimaginables, la cuestión que se impone, más que nunca, es la siguiente: cómo hacer visible -pintar, filmar- una imagen.
Víctor Erice